El crucificado
17/06/2021 Comentarios desactivados en El crucificado
Por ejemplo, tengo un relato, «El crucificado», que nació de una perturbación de este tipo, aunque no provenía de un ensueño. Noté que desde hacía unos días tenía un crucificado en la mente; alguien que estaba permanentemente con los brazos abiertos. En realidad no descubrí que se trataba de un crucificado hasta que me detuve a examinar esa imagen perturbadora, porque era alguien que estaba vestido, se notaba claramente que tenía puesto un saco viejo. Examinándolo, descubrí que debajo del saco, estaba clavado a restos de una cruz de madera, y en seguida me puse a trabajar en ese relato. Otro relato, «Las sombrillas», surgió de una frase escuchada en un sueño: «Nohaymar». En el sueño, una niña saltaba sobre una cama y decía algo así como «nohaymar», o más bien yo escuchaba «noaimar». Mientras me duchaba me vino esa imagen y esa frase, y concluí que quería decir «no hay mar», y al terminar de ducharme ya tenía un relato bastante estructurado. También la novela Desplazamientos surgió de la breve escena de un sueño: una mujer en ropas menores que lavaba platos en una cocina. Me llevó como dos años sacar a la luz todo el mundito que encerraba esta imagen. Y por si te interesan los fenómenos parapsicológicos, te cuento una anécdota acerca de «no hay mar»: días después de escrito el cuento, me encuentro con un amigo que me cuenta que más o menos simultáneamente él a su vez había estado escribiendo un cuento, y que se le había infiltrado un personaje con una fuerza obsesiva. Este personaje se llamaba «Mariano». Como te habrás dado cuenta, «Mariano» es un perfecto anagrama de «noaimar».
Mario Levrero, «Entrevista imaginaria con Mario Levrero«
Mario Levrero, «El crucificado»
El crucificado
A Nilda y Mario
Fue lo bastante astuto o estúpido como para deslizarse entre nosotros sin hacerse notar, y cuando Eduardo lo advirtió tuvo que aceptarlo, porque había una ley tácita de que las cosas debían permanecer o desenvolverse así como estaban o transcurrían; si en cambio hubiera pedido permiso, sin duda lo habríamos rechazado.
Tenía pocos dientes, era flaco y barbudo, muy sucio, la cara amarronada, de transpiración grasienta, y el pelo enmarañado y largo. Un olor mezcla de halitosis, sudor y orina. Llevaba un saco hecho jirones, demasiado grande, y pantalones mugrientos y rotos. Lo que en él más llamaba la atención, sobre todo al principio, era la posición de los brazos perpetuamente abiertos y rígidos. Después se supo que tenía las manos clavadas a una madera y, examinándolo más a fondo, descubrimos que la madera formaba parte de una cruz (cubierta por el saco), rota a la altura de los riñones, y que terminaba cerca de la nuca. Las heridas de las manos estaban cicatrizadas, una mezcla de sangre seca y cabezas de clavos oxidados.
Al reconstruir la historia, imagino que alguien, y supongo quién, le alcanzaría algo de comer; porque la posición de los brazos le impedía pasar por el agujero que daba al comedor, y siempre estaba, por lógica, ausente de nuestra mesa. Yo me inclino a pensar que en realidad no comía.
En ese entonces estábamos dispersos y desconectados, no se llevaba ningún control ya sobre las acciones de nadie, y apenas Eduardo, de vez en cuando, sacaba cuentas. Hablábamos poco, y el Crucificado no llegó a ser tema. Sospecho que todos pensábamos en él, pero por algún motivo no lo discutíamos. Don Pedro, el más ausente, siempre en babia o con su juego de bolitas metálicas, fue el único que en un principio se le acercó, para advertirle con voz un tanto admonitoria que tenía la bragueta desabrochada. El Crucificado esbozó algo parecido a una sonrisa y le dijo que se fuera a la putísima madre que lo recontramilparió, con lo cual el diálogo entre ellos quedó definitivamente interrumpido.
Se mantenía al margen, con esa pose de espantapájaros, y más de una vez pensé con maldad en sugerirle que cumpliera esa función en los sembrados (que dicho sea de paso habíamos descuidado bastante; sólo la gorda se ocupaba del riego, pero a esa altura ya no valía la pena).
De noche entraba al galpón, necesariamente de perfil por lo estrecho de la puerta y le daba mucho trabajo tenderse para dormir. Al fin me decidí a ayudarlo en este menester, cosa que nunca me agradeció en forma explícita, y no imagino cómo se levantaba por las mañanas, porque yo dormía hasta mucho más tarde.
Era por todos sabido que el 1° de setiembre Emilia cumpliría los quince, y se aceptaba sin discusión que sería desflorada por Eduardo, como todas ellas. Después Eduardo se desinteresaba, y las muchachas pasaban, o no, a formar alguna pareja más o menos estable con cualquiera del resto.
Emilia era la más deseable y desarrollada: sus 14 años y nueve meses nos tenían enloquecidos. Ella, sin altanería coqueta, dejaba fluir su indiferencia sobre nosotros, incluyendo a Eduardo.
Tenía el pelo negro mate, largo y lacio, un rostro ovalado perfecto, ojos grandes y verdes, y un perfume natural especialmente turbador.
El 21 de julio, a la madrugada, me despertó el revuelo infernal, inusual, del galpón. Cuando logré despejarme vi que estaban en la etapa de fabricar los grandes objetos de madera. Habían encontrado a Emilia montada encima del Crucificado, los dos desnudos. Ahora, a ellos los tenían sujetos, por separado, con cables de antena de televisión. La gorda se ocupaba de los discos, doña Eloísa, baldada como estaba, se había levantado gozosa a preparar mate y tortas fritas, Eduardo dirigía las operaciones, un hervidero de gente en actividad febril.
Finalizados los preparativos la gorda puso la Marsellesa, y a ellos les desataron los cables y cargaron a Emilia con las dos cruces, porque evidentemente el Crucificado no tenía cómo cargar la suya nueva. A mitad del camino del cerro comenzó a insinuarse el amanecer. Era un cortejo nutrido y silencioso, y yo iba a la cola y no pude ver bien lo que pasaba, pero era evidente que les tiraban piedras y los escupían. Algunos transeúntes casuales se sumaron al cortejo, otros siguieron de largo. Yo no estaba conforme con lo que se hacía, pero no es justo que lo diga ahora; en ese momento me callé la boca.
Trabajaron como negros para afirmar las cruces en la tierra, en especial la de Emilia, que era en forma de X. A ella le ataron las muñecas y los tobillos con alambre de cobre, a él simplemente le clavaron la madera de su cruz rota sobre la nueva.
Los pusieron enfrentados, muy próximos entre sí, como a un metro y medio o dos metros. Emilia tenía sangre seca en las piernas y magullones en todo el cuerpo. El cuerpo del Crucificado era una mezcla imposible de marcas viejas y nuevas, cicatrices y cardenales.
Los demás se sentaron sobre el pasto. Comían y escuchaban la radio a transistores. Don Pedro jugaba con sus bolitas. Yo busqué la sombra de un árbol cercano, y miraba el conjunto con mucha pena, y también remordimientos.
Me quedé dormido. Cuando desperté era plena tarde. La escena seguía incambiada. Me acerqué y vi que se miraban, el Crucificado y Emilia, como hipnotizados, los ojos de uno en los ojos del otro. Emilia estaba más linda que nunca, y sin embargo no me despertaba ningún deseo. Los otros se sentían incómodos. De vez en cuando, sin ganas, proferían insultos o les tiraban piedras o alguna porquería, pero ellos parecían no darse cuenta.
Alguien, luego, con un palo, le refregó al Crucificado una esponja con vinagre por la boca. El Crucificado escupió y después dijo, con voz clara y joven que no puedo borrar de mi memoria:
—La otra vez fue un error, me habían confundido, ahora está bien.
Y ya nadie los sacó de mirarse uno a otro, y parecían hacer el amor con la mirada, que se poseían mutuamente, y nadie se animaba ya a decir o hacer nada, querían irse pero no podían, nos sentíamos mal.
Al caer la tarde Emilia había alcanzado el máximo posible de belleza, y sonreía. El Crucificado parecía más nutrido, como si hubiera engordado, y la sangre empezó a manar de sus viejas heridas de los clavos en las manos y de las cicatrices que nunca habíamos notado en los pies; también, por debajo del pelo, manaban hilitos rojos que le corrían por la frente y las mejillas. El cielo se oscureció de golpe. El Crucificado volvió a hablar.
—Padre mío —dijo— por qué me has abandonado.
Y después rió.
La escena quedó estática, detenida en el tiempo. Nadie hizo el menor movimiento. Hubo un trueno, y el Crucificado inclinó la cabeza muerto.
Todos parecían muertos, todos habían quedado en las posiciones en que estaban, la mayoría ridículas. Don Pedro con un dedo metido en la caja de las bolitas.
Me acerqué a la cruz de Emilia y le desaté los pies y las manos, con un trabajo enorme para que no se me cayera y se lastimara. Ella seguía como hipnotizada, la sonrisa en los labios y con su nueva belleza que parecía excederla, como un halo.
Sin querer tuve que manosearla un poco para sacarla de allí; pensé que debería sentirme excitado, pero no era posible, era como si yo no tuviera sexo. A pesar de mi tradicional haraganería la cargué en mis brazos, como a una criatura, y la llevé a la casa. Fue un camino largo, penoso, que mil veces quise abandonar por cansancio, y sin embargo no podía detenerme. Tenía los brazos acalambrados y me dolía la cintura, transpiraba como un caballo. En el galpón la deposité en la cama de Eduardo, que era la mejor, y después me tiré en el suelo, en mi lugar de siempre.
Al otro día Emilia me despertó con un mate. Yo lo tomé, todavía dormido, y después advertí que seguía desnuda y sonriente.
—¿Y ahora qué hacemos? —le pregunté cuando estuve más despierto. Pensaba en el cadáver del Crucificado, en toda la gente momificada allá, en el cerro. Ella se encogió de hombros y me respondió con voz infinitamente dulce:
—Ya nada tiene importancia.
Hizo una pausa, y agregó:
—Espero un hijo. Nacerá dentro de tres días.
Noté, en efecto, que su vientre se había abultado en forma notoria. Me asusté un poco.
—¿Busco un médico? —pregunté, y me contestó con la voz clara, grave y joven del Crucificado.
—No tienes más nada que hacer aquí. Ve por el mundo y cuenta lo que has visto.
Y me dio un beso en la boca.
Fui al casillero y saqué los guantes blancos y el pullover; me los puse.
—Adiós —dije; y Emilia, sonriendo, me acompañó hasta la puerta. Era un día primaveral y fresco, lleno de luz, hermoso. A los pocos pasos me di vuelta y miré. Ella seguía en la puerta.
No me hizo adiós con la mano. Pero más tarde, en el camino, descubrí que hacía jugar los dedos de mi mano derecha con el tallo de una rosa, roja.
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12/06/2021 Comentarios desactivados en 19
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—Yo creo que te comprendo —dijo la Maga, acariciándole el pelo—. Vos buscás algo que no sabés lo que es. Yo también y tampoco sé lo que es. Pero son dos cosas diferentes. Eso que hablaban la otra noche… Sí, vos sos más bien un Mondrian y yo un Vieira da Silva.
—Ah —dijo Oliveira—. Así que yo soy un Mondrian.
—Sí, Horacio.
—Querés decir un espíritu lleno de rigor.
—Yo digo un Mondrian.
—¿Y no se te ha ocurrido sospechar que detrás de ese Mondrian puede empezar una realidad Vieira da Silva?
—Oh, sí —dijo la Maga—. Pero vos hasta ahora no te has salido de la realidad Mondrian. Tenés miedo, querés estar seguro. No sé de qué… Sos como un médico, no como un poeta.
—Dejemos a los poetas —dijo Oliveira—. Y no lo hagás quedar mal a Mondrian con la comparación.
—Mondrian es una maravilla, pero sin aire. Yo me ahogo un poco ahí adentro. Y cuando vos empezás a decir que habría que encontrar la unidad, yo entonces, veo cosas muy hermosas pero muertas, flores disecadas y cosas así.
—Vamos a ver, Lucía: ¿Vos sabés bien lo que es la unidad?
—Yo me llamo Lucía pero vos no tenés que llamarme así —dijo la Maga—. La unidad, claro que sé lo que es. Vos querés decir que todo se junte en tu vida para que puedas verlo al mismo tiempo. ¿Es así, no?
—Más o menos —concedió Oliveira—. Es increíble lo que te cuesta captar las nociones abstractas. Unidad, pluralidad… ¿No sos capaz de sentirlo sin necesidad de ejemplos? No, no sos capaz. En fin, vamos a ver: tu vida, ¿es una unidad para vos?
—No, no creo. Son pedazos, cosas que me fueron pasando.
—Pero vos a tu vez pasabas por esas cosas como el hilo por esas piedras verdes. Y ya que hablamos de piedras, ¿de dónde sale ese collar?
—Me lo dio Ossip —dijo la Maga—. Era de su madre, la de Odessa.
Oliveira cebó despacito el mate. La Maga fue hasta la cama baja que les había prestado Ronald para que pudieran tener en la pieza a Rocamadour. Con la cama y Rocamadour y la cólera de los vecinos ya no quedaba casi espacio para vivir, pero cualquiera convencía a la Maga de que Rocamadour se curaría mejor en el hospital de niños. Había sido necesario acompañarla al campo el mismo día del telegrama de madame Irène, envolver a Rocamadour en trapos y mantas, instalar de cualquier manera una cama, cargar la salamandra, aguantarse los berridos de Rocamadour cuando llegaba la hora del supositorio o el biberón donde nada podía disimular el sabor de los medicamentos. Oliveira cebó otro mate, mirando de reojo la cubierta de un Deutsche Grammophon Gessellschaft que le había pasado Ronald y que vaya a saber cuándo podría escuchar sin que Rocamadour aullara y se retorciera. Lo horrorizaba la torpeza de la Maga para fajar y desfajar a Rocamadour, sus cantos insoportables para distraerlo, el olor que cada tanto venía de la cama de Rocamadour, los algodones, los berridos, la estúpida seguridad que parecía tener la Maga de que no era nada, que lo que hacía por su hijo era lo que había que hacer y que Rocamadour se curaría en dos o tres días. Todo tan insuficiente, tan de más o de menos. ¿Por qué estaba él ahí? Un mes atrás cada uno tenía todavía su pieza, después habían decidido vivir juntos. La Maga había dicho que en esa forma ahorrarían bastante dinero, comprarían un solo diario, no sobrarían pedazos de pan, ella plancharía la ropa de Horacio, y la calefacción, la electricidad… Oliveira había estado a un paso de admirar ese brusco ataque de sentido común. Aceptó al final porque el viejo Trouille andaba en dificultades y le debía casi treinta mil francos, en ese momento le daba lo mismo vivir con la Maga o solo, andaba caviloso y la mala costumbre de rumiar largo cada cosa se le hacía cuesta arriba pero inevitable. Llegó a creer que la continua presencia de la Maga lo rescataría de divagaciones excesivas, pero naturalmente no sospechaba lo que iba a ocurrir con Rocamadour. Aun así conseguía aislarse por momentos, hasta que los chillidos de Rocamadour lo devolvían saludablemente al malhumor. «Voy a acabar como los personajes de Walter Pater», pensaba Oliveira. «Un soliloquio tras otro, vicio puro. Mario el epícureo, vicio púreo. Lo único que me va salvando es el olor a pis de este chico.»
—Siempre me sospeché que acabarías acostándote con Ossip —dijo Oliveira.
—Rocamadour tiene fiebre —dijo la Maga.
Oliveira cebó otro mate. Había que cuidar la yerba, en París costaba quinientos francos el kilo en las farmacias y era una yerba perfectamente asquerosa que la droguería de la estación Saint-Lazare vendía con la vistosa calificación de «maté sauvage, cueilli par les indiens», diurética, antibiótica y emoliente. Por suerte el abogado rosarino —que de paso era su hermano— le había fletado cinco kilos de Cruz de Malta, pero ya iba quedando poca. «Si se me acaba la yerba estoy frito», pensó Oliveira. «Mi único diálogo verdadero es con este jarrito verde.» Estudiaba el comportamiento extraordinario del mate, la respiración de la yerba fragantemente levantada por el agua y que con la succión baja hasta posarse sobre sí misma, perdido todo brillo y todo perfume a menos que un chorrito de agua la estimule de nuevo, pulmón argentino de repuesto para solitarios y tristes. Hacía rato que a Oliveira le importaban las cosas sin importancia, y la ventaja de meditar con la atención fija en el jarrito verde estaba en que a su pérfida inteligencia no se le ocurriría nunca adosarle al jarrito verde nociones tales como las que nefariamente provocan las montañas, la luna, el horizonte, una chica púber, un pájaro o un caballo. «También este matecito podría indicarme un centro», pensaba Oliveira (y la idea de que la Maga y Ossip andaban juntos se adelgazaba y perdía consistencia, por un momento el jarrito verde era más fuerte, proponía su pequeño volcán petulante, su cráter espumoso y un humito copetón en el aire bastante frío de la pieza a pesar de la estufa que habría que cargar a eso de las nueve). «Y ese centro que no sé lo que es, ¿no vale como expresión topográfica de una unidad? Ando por una enorme pieza con piso de baldosas y una de esas baldosas es el punto exacto en que debería pararme para que todo se ordenara en su justa perspectiva.» «El punto exacto», enfatizó Oliveira, ya medio tomándose el pelo para estar más seguro de que no se iba en puras palabras. «Un cuadro anamórfico en el que hay que buscar el ángulo justo (y lo importante de este hejemplo es que el hángulo es terriblemente hagudo, hay que tener la nariz casi hadosada a la tela para que de golpe el montón de rayas sin sentido se convierta en el retrato de Francisco I o en la batalla de Sinigaglia, algo hincalificablemente hasombroso).» Pero esa unidad, la suma de los actos que define una vida, parecía negarse a toda manifestación antes de que la vida misma se acabara como un mate lavado, es decir que sólo los demás, los biógrafos, verían la unidad, y eso realmente no tenía la menor importancia para Oliveira. El problema estaba en aprehender su unidad sin ser un héroe, sin ser un santo, sin ser un criminal, sin ser un campeón de box, sin ser un prohombre, sin ser un pastor. Aprehender la unidad en plena pluralidad, que la unidad fuera como el vórtice de un torbellino y no la sedimentación del matecito lavado y frío.
—Le voy a dar un cuarto de aspirina —dijo la Maga.
—Si conseguís que la trague sos más grande que Ambrosio Paré —dijo Oliveira—. Vení a tomar un mate, está recién cebado.
La cuestión de la unidad lo preocupaba por lo fácil que le parecía caer en las peores trampas. En sus tiempos de estudiante, por la calle Viamonte y por el año treinta, había comprobado con (primero) sorpresa y (después) ironía, que montones de tipos se instalaban confortablemente en una supuesta unidad de la persona que no pasaba de una unidad lingüística y un prematuro esclerosamiento del carácter. Esas gentes se montaban un sistema de principios jamás refrendados entrañablemente, y que no eran más que una cesión a la palabra, a la noción verbal de fuerzas, repulsas y atracciones avasalladoramente desalojadas y sustituidas por su correlato verbal. Y así el deber, lo moral, lo inmoral y lo amoral, la justicia, la caridad, lo europeo y lo americano, el día y la noche, las esposas, las novias y las amigas, el ejército y la banca, la bandera y el oro yanqui o moscovita, el arte abstracto y la batalla de Caseros pasaban a ser como dientes o pelos, algo aceptado y fatalmente incorporado, algo que no se vive ni se analiza porque es así y nos integra, completa y robustece. La violación del hombre por la palabra, la soberbia venganza del verbo contra su padre, llenaban de amarga desconfianza toda meditación de Oliveira, forzado a valerse del propio enemigo para abrirse paso hasta un punto en que quizá pudiera licenciarlo y seguir —¿cómo y con qué medios, en qué noche blanca o en qué tenebroso día?— hasta una reconciliación total consigo mismo y con la realidad que habitaba. Sin palabras llegar a la palabra (qué lejos, qué improbable), sin conciencia razonarte aprehender una unidad profunda, algo que fuera por fin como un sentido de eso que ahora era nada más que estar ahí tomando mate y mirando el culito al aire de Rocamadour y dos dedos de la Maga yendo y viniendo con algodones, oyendo los berridos de Rocamadour a quien no le gustaba en absoluto que le anduvieran en el traste.
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Traiciones de la memoria
02/06/2021 Comentarios desactivados en Traiciones de la memoria
Héctor Abad Faciolince, Traiciones de la memoria, Alfaguara, 2010
Imagen de la cubierta: Guillermo Roux, «El lector» (1973)

había detalles que no coincidían exactamente, pero así son la memoria y el olvido. Son los mentirosos quienes dicen recordar con precisión, sin cambiar nunca un ápice lo que recuerdan.
La memoria siempre nos traiciona, pero algunas veces más que otras, porque los recuerdos suelen ser reelaboraciones sobre recuerdos anteriores y siempre están, como dice el autor de este libro, “salpicados de olvidos o de deformaciones del recuerdo que no se reconocen como tales”. En este libro se agrupan tres textos relacionados con la memoria, con el olvido e incluso con la memoria del futuro, porque el pasado es tan irreal como el futuro. El primero de ellos, y el más extenso de los tres, es el titulado “Un poema en el bolsillo”, en el que se sigue la ruta de otro texto, el soneto atribuido a Borges que el autor encontró en un papel doblado y escrito a mano en un bolsillo de la ropa de su padre cuando cayó asesinado en el centro de Medellín por unos paramilitares el 25 de agosto de 1987.
Los dos textos que acompañan a este… parecen colocados para que el libro tenga unas pocas páginas más.
«Un poema en el bolsillo» es la investigación sobre la autoría del soneto, que nos conduce por los vericuetos de la memoria, del olvido y de la impostura. Héctor Abad Faciolince sigue los pasos de un poema “delirante”, es decir, “sembrado fuera del surco”, y que, por eso mismo, tardaría tanto en germinar. Si en la novela que lleva como título parte del primer verso de este poema, el autor trató de rescatar del olvido a su propio padre, asesinado en 1987 por paramilitares con la connivencia del poder político y económico, en este trabajo, trata de rescatar del olvido un soneto sobre el olvido, y a su autor, que en el mismo soneto escribió: “pienso con esperanza en aquel hombre que no sabrá que fui sobre la tierra”.
artículos:
- Jorge Gómez Jiménez, “Epitafio”, 8 de marzo de 2007
- Héctor Abad Gómez, “Pensando en voz alta”, Programa del 7 de junio de 1987
- Harold Alvarado Tenorio, “Cinco inéditos de Borges”, Número, Octubre de 1993
- Héctor Abad Faciolince, “Alvarado Tenorio, autor de Borges”, Semana, 12 de enero de 2007
- Héctor Abad Faciolince, “Borges, autor de Borges”, Semana, 17 de agosto de 2007
- “Sigue polémica por versos de Borges”, El Espectador, 5 de julio de 2009
- María Luján Picabea, “Poemas que habrían sido de Borges, en una historia digna de un cuento”, 8 de julio de 2009
- “Los sonetos de Borges, en otro capítulo de una larga polémica”, Clarín, 11 de julio de 2009
- Héctor Abad Faciolince, “Un poema en el bolsillo”, Letras Libres, 31 de agosto de 2009
- Harold Alvarado Tenorio, Héctor Abad Faciolince, «Sobre Borges inédito«, Letras Libres, 31 de octubre de 2009
- Rigoberto Gil Montoya, “Manuscrito hallado en un bolsillo o las implicaciones de la investigación literaria”, Universidad Tecnológica de Pereira, Colombia, 2010
- Guido Carelli Lynch y Horacio Bilbao, “Una trama casi policial, alrededor de un poema atribuido a Borges”, Edición 27/02, 5 de mayo de 2011
- Lucy Lorena Libreros, “Jaime Correas: el hombre que no aprendió a olvidar”, El País, Colombia, 7 de marzo de 2014
- María Paula Zacharías, “Versos peregrinos: el misterio, tras los últimos poemas de Borges”, La Nación, 3 de enero de 2015
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12/05/2021 Comentarios desactivados en 97
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A Gregorovius, agente de fuerzas heteróclitas, le había interesado una nota de Morelli: «Internarse en una realidad o en un modo posible de una realidad, y sentir cómo aquello que en una primera instancia parecía el absurdo más desaforado, llega a valer, a articularse con otras formas absurdas o no, hasta que del tejido divergente (con relación al dibujo estereotipado de cada día) surge y se define un dibujo coherente que sólo por comparación temerosa con aquél parecerá insensato o delirante o incomprensible. Sin embargo, ¿no peco por exceso de confianza? Negarse a hacer psicologías y osar al mismo tiempo poner a un lector —a un cierto lector, es verdad— en contacto con un mundo personal, con una vivencia y una meditación personales… Ese lector carecerá de todo puente, de toda ligazón intermedia, de toda articulación causal. Las cosas en bruto: conductas, resultantes, rupturas, catástrofes, irrisiones. Allí donde debería haber una despedida hay un dibujo en la pared; en vez de un grito, una caña de pescar; una muerte se resuelve en un trío para mandolinas. Y eso es despedida, grito y muerte, pero, ¿quién está dispuesto a desplazarse, a desaforarse, a descentrarse, a descubrirse? Las formas exteriores de la novela han cambiado, pero sus héroes siguen siendo los avatares de Tristán, de Jane Eyre, de Lafcadio, de Leopold Bloom, gente de la calle, de la casa, de la alcoba, caracteres. Para un héroe como Ulrich (more Musil) o Molloy (more Beckett), hay quinientos Darley (more Durrell). Por lo que me toca, me pregunto si alguna vez conseguiré hacer sentir que el verdadero y único personaje que me interesa es el lector, en la medida en que algo de lo que escribo debería contribuir a mutarlo, a desplazarlo, a extrañarlo, a enajenarlo.» Pese a la tácita confesión de derrota de la última frase, Ronald encontraba en esta nota una presunción que le desagradaba.
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11/05/2021 Comentarios desactivados en 17
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—No me gusta hablar de él por hablar dijo la Maga.
—Está bien —dijo Gregorovius—. Yo solamente preguntaba.
—Puedo hablar de otra cosa, si lo que quiere es oír hablar.
—No sea mala.
—Horacio es como el dulce de guayaba —dijo la Maga.
—¿Qué es el dulce de guayaba?
—Horacio es como un vaso de agua en la tormenta.
—Ah —dijo Gregorovius.
—El tendría que haber nacido en esa época de que habla madame Léonie cuando está un poco bebida. Un tiempo en que nadie estaba intranquilo, los tranvías eran a caballo y las guerras ocurrían en el campo. No había remedios contra el insomnio, dice madame Léonie.
—La bella edad de oro —dijo Gregorovius—. En Odessa también me han hablado de tiempos así. Mi madre, tan romántica, con su pelo suelto… Criaban los ananás en los balcones, de noche no había necesidad de escupideras, era algo extraordinario. Pero yo no lo veo a Horacio metido en esa jalea real.
—Yo tampoco, pero estaría menos triste. Aquí todo le duele, hasta las aspirinas le duelen. De verdad, anoche le hice tomar una aspirina porque tenía dolor de muelas. La agarró y se puso a mirarla, le costaba muchísimo decidirse a tragarla. Me dijo unas cosas muy raras, que era infecto usar cosas que en realidad uno no conoce, cosas que han inventado otros para calmar otras cosas que tampoco se conocen… Usted sabe cómo es cuando empieza a darle vueltas.
—Usted ha repetido varias veces la palabra «cosa»—dijo Gregorovius—. No es elegante pero en cambio muestra muy bien lo que le pasa a Horacio. Una víctima de la cosidad, es evidente.
—¿Qué es la cosidad? —dijo la Maga.
—La cosidad es ese desagradable sentimiento de que allí donde termina nuestra presunción empieza nuestro castigo. Lamento usar un lenguaje abstracto y casi alegórico, pero quiero decir que Oliveira es patológicamente sensible a la imposición de lo que lo rodea, del mundo en que se vive, de lo que le ha tocado en suerte, para decirlo amablemente. En una palabra, le revienta la circunstancia. Más brevemente, le duele el mundo. Usted lo ha sospechado, Lucía, y con una inocencia deliciosa imagina que Oliveira sería más feliz en cualquiera de las Arcadias de bolsillo que fabrican las madame Léonie de este mundo, sin hablar de mi madre la de Odessa. Porque usted no se habrá creído lo de los ananás, supongo.
—Ni lo de las escupideras —dijo la Maga—. Es difícil de creer.
A Guy Monod se le había ocurrido despertarse cuando Ronald y Etienne se ponían de acuerdo para escuchar a Jelly Roll Morton; abriendo un ojo decidió que esa espalda que se recortaba contra la luz de las velas verdes era la de Gregorovius. Se estremeció violentamente, las velas verdes vistas desde una cama le hacían mala impresión, la lluvia en la claraboya mezclándose extrañamente con un resto de imágenes de sueño, había estado soñando con un sitio absurdo pero lleno de sol, donde Gaby andaba desnuda tirando migas de pan a unas palomas grandes como patos y completamente estúpidas. «Me duele la cabeza», se dijo Guy. No le interesaba en absoluto Jelly Roll Morton aunque era divertido oír la lluvia en la claraboya y que Jelly Roll cantara: Stood in a correr, with her feet soaked and wet…, seguramente Wong hubiera fabricado en seguida una teoría sobre el tiempo real y el poético, ¿pero sería cierto que Wong había hablado de hacer café? Gaby dándole migas a las palomas y Wong, la voz de Wong metiéndose entre las piernas de Gaby desnuda en un jardín con flores violentas, diciendo: «Un secreto aprendido en el casino de Menton.» Muy posible que Wong, después de todo, apareciera con una cafetera llena.
Jelly Roll estaba en el piano marcando suavemente el compás con el zapato a falta de mejor percusión, Jelly Roll podía cantar Mamie’s Blues hamacándose un poco, los ojos fijos en una moldura del cielo raso, o era una mosca que iba y venía o una mancha que iba y venía en los ojos de Jelly Roll. Two-nineteen done took my baby away… La vida había sido eso, trenes que se iban llevándose y trayéndose a la gente mientras uno se quedaba en la esquina con los pies mojados, oyendo un piano mecánico y carcajadas manoseando las vitrinas amarillentas de la sala donde no siempre se tenía dinero para entrar. Two-nineteen done took my baby away… Babs había tomado tantos trenes en la vida, le gustaba viajar en tren si alfinal había algún amigo esperándola, si Ronald le pasaba la mano por la cadera, dulcemente como ahora, dibujándole la música en la piel, Two-seventeen’ll bring her back some day, por supuesto algún día otro tren la traería de vuelta, pero quién sabe si Jelly Roll iba a estar en ese andén, en ese piano, en esa hora en que había cantado los blues de Mamie Desdume, la lluvia sobre una claraboya de París a la una de la madrugada, los pies mojados y la puta que murmura If you can’t give a dollar, gimme a lousy dime, Babs había dicho cosas así en Cincinnati, todas las mujeres habían dicho cosas así alguna vez en alguna parte, hasta en las camas de los reyes, Babs se hacía una idea muy especial de las camas de los reyes pero de todos modos alguna mujer habría dicho una cosa así, If you can’t give a million, gimme a lousy grand, cuestión de proporciones, y por qué el piano de Jelly Roll era tan triste, tan esa lluvia que había despertado a Guy, que estaba haciendo llorar a la Maga, y Wong que no venía con el café.
—Es demasiado —dijo Etienne, suspirando—. Yo no sé cómo puedo aguantar esa basura. Es emocionante pero es una basura.
—Por supuesto no es una medalla de Pisanello —dijo Oliveira.
—Ni un opus cualquier cosa de Schoenberg —dijo Ronald—. ¿Por qué me lo pediste? Aparte de inteligencia te falta caridad. ¿Alguna vez tuviste los zapatos metidos en el agua a medianoche? Jelly Roll sí, se ve cuando canta, es algo que se sabe, viejo.
—Yo pinto mejor con los pies secos —dijo Etienne—. Y no me vengas con argumentos de la Salvation Army. Mejor harías en poner algo más inteligente, como esos solos de Sonny Rollins. Por lo menos los tipos de la West Coast hacen pensar en Jackson Pollock o en Tobey, se ve que ya han salido de la edad de la pianola y la caja de acuarelas.
—Es capaz de creer en el progreso del arte dijo Oliveira, bostezando—. No le hagás caso, Ronald, con la mano libre que te queda sacó el disquito del Stack O’Lee Blues, al fin y al cabo tiene un solo de piano que me parece meritorio.
—Lo del progreso en el arte son tonterías archisabidas —dijo Etienne—. Pero en el jazz como en cualquier arte hay siempre un montón de chantajistas. Una cosa es la música que puede traducirse en emoción y otra la emoción que pretende pasar por música. Dolor paterno en fa sostenido, carcajada sarcástica en amarillo, violeta y negro. No, hijo, el arte empieza más acá o más allá, pero no es nunca eso.
Nadie parecía dispuesto a contradecirlo porque Wong esmeradamente aparecía con el café y Ronald, encogiéndose de hombros, había soltado a los Waring’s Pennsylvanians y desde un chirriar terrible llegaba el tema que encantaba a Oliveira, una trompeta anónima y después el piano, todo entre un humo de fonógrafo viejo y pésima grabación, de orquesta barata y como anterior al jazz, al fin y al cabo de esos viejos discos, de los show boats y de las noches de Storyville había nacido la única música universal del siglo, algo que acercaba a los hombres más y mejor que el esperanto, la Unesco o las aerolíneas, una música bastante primitiva para alcanzar universalidad y bastante buena para hacer su propia historia, con cismas, renuncias y herejías, su charleston, su black bottom, su shimmy, su foxtrot, su stomp, sus blues, para admitir las clasificaciones y las etiquetas, el estilo esto y aquello, el swing, el bebop, el cool, ir y volver del romanticismo y el clasicismo, hot y jazz cerebral, una música-hombre, una música con historia a diferencia de la estúpida música animal de baile, la polka, el vals, la zamba, una música que permitía reconocerse y estimarse en Copenhague como en Mendoza o en Ciudad del Cabo, que acercaba a los adolescentes con sus discos bajo el brazo, que les daba nombres y melodías como cifras para reconocerse y adentrarse y sentirse menos solos rodeados de jefes de oficina, familias y amores infinitamente amargos, una música que permitía todas las imaginaciones y los gustos, la colección de afónicos 78 con Freddie Keppard o Bunk Johnson, la exclusividad reaccionaria del Dixieland, la especialización académica en Bix Beiderbecke o el salto a la gran aventura de Thelonius Monk, Horace Silver o Thad Jones, la cursilería de Erroll Garner o Art Tatum, los arrepentimientos y las abjuraciones, la predilección por los pequeños conjuntos, las misteriosas grabaciones con seudónimos y denominaciones impuestas por marcas de discos o caprichos del momento, y toda esa francmasonería de sábado por la noche en la pieza del estudiante o en el sótano de la peña, con muchachas que prefieren bailar mientras escuchan Star Dust o When your man is going to put you down, y huelen despacio y dulcemente a perfume y a piel y a calor, se dejan besar cuando es tarde y alguien ha puesto The blues with a feeling y casi no se baila, solamente se está de pie, balanceándose, y todo es turbio y sucio y canalla y cada hombre quisiera arrancar esos corpiños tibios mientras las manos acarician una espalda y las muchachas tienen la boca entreabierta y se van dando al miedo delicioso y a la noche, entonces sube una trompeta poseyéndolas por todos los hombres, tomándolas con una sola frase caliente que las deja caer como una planta cortada entre los brazos de los compañeros, y hay una inmóvil carrera, un salto al aire de la noche, sobre la ciudad, hasta que un piano minucioso las devuelve a sí mismas, exhaustas y reconciliadas y todavía vírgenes hasta el sábado siguiente, todo eso en una música que espanta a los cogotes de platea, a los que creen que nada es de verdad si no hay programas impresos y acomodadores, y así va el mundo y el jazz es como un pájaro que migra o emigra o inmigra o transmigra, saltabarreras, burlaaduanas, algo que corre y se difunde y esta noche en Viena está cantando Ella Fitzgerald mientras en París Kenny Clarke inaugura una cave y en Perpignan brincan los dedos de Oscar Peterson, y Satchmo por todas partes con el don de ubicuidad que le ha prestado el Señor, en Birmingham, en Varsovia, en Milán, en Buenos Aires, en Ginebra, en el mundo entero, es inevitable, es la lluvia y el pan y la sal, algo absolutamente indiferente a los ritos nacionales, a las tradiciones inviolables, al idioma y al folklore: una nube sin fronteras, un espía del aire y del agua, una forma arquetípica, algo de antes, de abajo, que reconcilia mexicanos con noruegos y rusos y españoles, los reincorpora al oscuro fuego central olvidado, torpe y mal y precariamente los devuelve a un origen traicionado, les señala que quizá había otros caminos y que el que tomaron no era el único y no era el mejor, o que quizás había otros caminos, y que el que tomaron era el mejor, pero que quizá había otros caminos dulces de caminar y que no los tomaron, o los tomaron a medias, y que un hombre es siempre más que un hombre y siempre menos que un hombre, más que un hombre porque encierra eso que el jazz alude y soslaya y hasta anticipa, y menos que un hombre porque de esa libertad ha hecho un juego estético o moral, un tablero de ajedrez donde se reserva ser el alfil o el caballo, una definición de libertad que se enseña en las escuelas, precisamente en las escuelas donde jamás se ha enseñado y jamás se enseñará a los niños el primer compás de un ragtime y la primera frase de un blues, etcétera, etcétera.
I could sit right here and think a thousand miles away, I could sit right here and think a thousand miles away, Since I had the blues this bad, I can’t remember the day...
(-97)
Retrato de Oswolt Krel
09/05/2021 Comentarios desactivados en Retrato de Oswolt Krel
¿Tú has visto pinturas de Durero, flaco? ¿Y te acuerdas de esa que se llama Oswolt Krel? ¿No lo has visto en tu vida? Se trata de un óleo sobre tabla, con dos tablas más pequeñitas que constituyen la cubierta del retrato de Oswolt Krel y en donde, junto con los escudos de armas de la familia, aparecen, uno en cada cubierta, dos bosquimanos rubios de aquí te espero. Pero lo importante es el retrato del Oswolt. ¡Igualito a Cherniakovski! ¡Pura energía! ¡Pura energía trágica!, si entiendes a lo que me refiero, flaco. Así era Cherniakovski, tenía los ojos más trágicos y más cargados que he visto nunca, aunque puede que exagere: he visto muchos ojos desde entonces, o al menos a mí me parece que son muchos. ¡He visto ojos hasta en la sopa,flaco! ¿Tú no? ¡Brindemos por eso! Oswolt Krel, carajo. Juanito Cherniakovski en persona… Respetado, admirado y querido, pero un pelo en el aire, como el Oswolt, sin ir más lejos. Un pelo de algo raro en los ojos. ¿Un pelo? No, huevón, rectifico, una pelambrera. ¡Tendrías que ver elcuadro, flaco! Oswolt Krel contempla algo terrible, ¿verdad?, se le nota, pero se contiene, se aguanta, solo los ojos, que son el espejo del alma, reflejan la alucinada que el espectador no ve. ¿Tiene miedo? Puede, pero se aguanta y esa es su virtud…
Alberto Bolaño, «Patria», en Sepulcros de vaqueros
Un mono
09/05/2021 Comentarios desactivados en Un mono
Enumerar es alabar, dijo la muchacha (dieciocho, poeta, pelo largo). En la hora de la ambulancia detenida en el callejón. El camillero aplastó la colilla con el zapato, luego avanzó como un oso. Me gustaría que apagaran las luces de las ventanas y que esos desgraciados se fueran a dormir. ¿Quién fue el primer ser humano que se asomó a una ventana? (Aplausos.) La gente está cansada, no me asombraría que un día de éstos nos recibieran a balazos. Supongo que un mono. No puedo hilar lo que digo. No puedo expresarme con coherencia ni escribir lo que pienso. Probablemente debería dejarlo todo y marcharme, ¿no lo hizo así Teresa de Ávila? (Aplausos y risas.) Un mono asomado a una ventana purulenta viendo declinar el día. El camillero se acercó a donde estaba fumando el sargento; apenas se saludaron con un movimiento de cabeza sin llegar a mirarse. A simple vista uno podía notar que no había muerto de un ataque cardiaco. Estaba bocabajo y en la espalda, sobre el suéter marrón, se apreciaban varios agujeros de bala. Le descargaron una ametralladora entera, dijo un enano que estaba a la izquierda del sargento y que el camillero no había visto. A lo lejos oyeron el ruido en sordina de una manifestación. Será mejor que nos vayamos antes de que cierren la avenida, dijo el enano. El sargento no pareció escucharle, ensimismado en la contemplación de las ventanas oscuras con gente que miraba el espectáculo. Vámonos rápido. ¿Pero adonde? No hay comisarías. Enumerar es alabar, se rió la muchacha. La misma pasión, hasta el infinito. Coches detenidos entre baches y tarros de basura. Puertas que se abren y luego se cierran sin motivo aparente. Motores, faros, la ambulancia sale en marcha atrás. La hora se infla, revienta. Supongo que fue un mono en la copa de un árbol.
Roberto Bolaño, Amberes
Terreno en construcción
09/05/2021 Comentarios desactivados en Terreno en construcción
Resulta necio devanarse pedantemente los sesos sobre la fabricación de objetos —material ilustrativo, juguetes o libros— destinados a los niños. Desde la Ilustración, ésta viene siendo una de las especulaciones más mohosas de los pedagogos. Su fatuo apasionamiento por la psicología les impide advertir que la Tierra está repleta de los más incomparables objetos que se ofrecen a la atención y actividad infantiles. Y objetos concretísimos. Pues, de hecho, los niños tienden de modo muy particular a frecuentarcualquier sitio donde se trabaje, a ojos vistas con las cosas. Se sienten irresistiblemente atraídos por los desechos provenientes de la construcción, jardinería, labores domésticas y de costura o carpintería. En los productos residuales reconocen el rostro que el mundo de los objetos les vuelve precisamente, y sólo, a ellos. Los utilizan no tanto para reproducir las obras de los adultos, como para relacionar entre sí, de manera nueva y caprichosa, materiales de muy diverso tipo, gracias a lo que con ellos elaboran en sus juegos. Los mismos niños se construyen así su propio mundo objetal, un mundo pequeño dentro del grande. Habría que tener presentes las normas de este pequeño mundo objetal si se quiere crear intencionadamente cosas para los niños, y no se prefiere dejar que sea la propia actividad, con todo lo que en ella es instrumento y accesorio, la que encuentre por sí sola el camino hacia ellos.
Walter Benjamin, Dirección única
Los utensilios de limpieza
07/05/2021 Comentarios desactivados en Los utensilios de limpieza

Alabaré estas carreteras y estos instantes. Paraguas de vagabundos abandonados en explanadas al fondo de las cuales se yerguen supermercados blancos. Es verano y los policías beben en la última mesa del bar. Junto al tocadiscos una muchacha escucha canciones de moda. Alguien camina a estas horas lejos de aquí, alejándose de aquí, dispuesto a no volver más. ¿Un muchacho desnudo sentado junto a su tienda en el interior del bosque? La muchacha entró en el baño con pasos inseguros y se puso a vomitar. Bien mirado, es poco el tiempo que nos dan para construir nuestra vida en la tierra, quiero decir: asegurar algo, casarse, esperar la muerte. Sus ojos en el espejo como cartas desplegadas en una habitación en penumbra; el bulto que respira, hundido en la cama con ella. Los hombres hablan de rateros muertos, precios de chalets en la costa, pagas extras. Un día moriré de cáncer. Los utensilios de limpieza comienzan a levitar en su imaginación. Ella dice: podría seguir y seguir. El muchacho entró en la habitación y la cogió de los hombros. Ambos lloraron como personajes de películas diferentes proyectadas en la misma pantalla. Escena roja de cuerpos que abren la espita del gas. La mano huesuda y hermosa hizo girar la llave. Escoge una sola de estas frases: «Escapé de la tortura»… «Un hotel desconocido»… «No más caminos»…
Roberto Bolaño, Amberes
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